Autor: Jesús Zatón.
Artículo publicado en la revista Logon.
El arte es en buena medida novedad e incertidumbre, lo que le hace impredecible y poco sujeto a conjeturas adivinatorias.
Formular conductas por las que habrá de moverse el arte de nuestro siglo, resulta, no solo pretencioso, sino, especialmente, inútil. El arte es en buena medida novedad e incertidumbre, lo que le hace impredecible y poco sujeto a conjeturas adivinatorias.
Por otra parte, cada vez resulta más complejo encontrar una base sólida sobre la que definir lo que es, o deja de ser, “arte”. Las propuestas artísticas del pasado siglo trastocaron las antiguas concepciones, y con ello cualquier noción y definición estética. Recuerdo al respecto la pragmática definición dada por un profesor de historia del arte en los años de la facultad: “Arte es todo lo que el hombre quiere llamar arte”. De lo que resulta que no existe nada que, objetivamente, pueda ser llamado arte, pues cada idea, cada objeto, cada acto, es susceptible de ser considerado como tal.
Dicho esto, cabe señalar que si bien el arte de las vanguardias buscó con énfasis romper con la tradición, el resultado que parece adivinarse es una sumisión completa a la tiranía de “la novedad”, y un debatirse entre la “fealdad” agresiva y una “belleza” aburrida, que raya en lo trivial y la cursilería. La gran mayoría de las supuestas “novedades” que pretendían aportar nuevas perspectivas y reinventar el mundo del arte, han demostrado ser luces fugaces. Resulta por ello evidente que el afán de inmediatez, de consumismo, de “marketing”, de “libertad por encima de todo”, no deja de ser, en última instancia, una estrategia con la que se pretendía mantener el ecosistema del arte actual, el “mercado”, antes que verdaderas renovaciones, pues si bien “todo” puede ser base de un planteamiento artístico, no “todo” es arte, ni puede ser considerado como tal, por mucho que algunos se empeñen.
¿Qué le queda por tanto al arte del siglo XXI por recorrer?
Todo apunta a que Ciencia, Religión y Arte, deben formar una unidad, deben crecer y desarrollarse en una misma dirección: crear conciencia.
A la Ciencia le corresponde analizar y racionalizar el Universo y sus componentes. A la Religión alcanzar, a través de la “intuición” y la “empatía” con todo lo creado, la armonía que rige el Universo. El trabajo del Arte, por su parte, debería encaminarse a abordar la “representación” y “recreación” del Universo. Por supuesto, “representar” el Universo no debe confundirse con reflejar, más o menos fielmente, sus aspectos, ya sean estos a través de la visión normal o con la ayuda del microscopio o del telescopio.
Representar el Universo implica captar las leyes mediante las que la materia se estructura en formas, a través de la imaginación creadora, abrir nuevos cauces que permitan desvelar los aspectos aún no visibles de la Conciencia Universal. Recrear el Universo, implica colaborar en la expresión de la propia Conciencia Universal, con el fin de poner de manifiesto las infinitas posibilidades expresivas de la divinidad. Le queda por ello al arte de nuestro siglo ser él mismo.
No podemos, sin embargo, obviar que el artista actual se encuentra inmerso en una época convulsa, donde ciertas influencias astrales (como las del planeta Plutón) son muy fuertes. Plutón conduce hacia los puntos más altos y más bajos que puede alcanzar la humanidad.
Plutón fue descubierto en 1930, tres meses después de la gran depresión provocada por la caída del mercado bursátil. Hasta el 2024, Plutón estará en Capricornio, símbolo de la disciplina y la ambición. A partir de esa fecha entrará en el signo de Acuario, lo que cerrará un ciclo y marcará el paso a otro nuevo, donde la ciencia y el arte serán piezas claves para un nuevo paradigma del conocimiento.
Las fuerzas plutonianas hacen visibles las necesarias reformas previas a la “iluminación”. Sin embargo, sus influencias no pueden ser manejadas ni gobernadas, penetran y sacuden, como turbulencias y energías descontroladas, actuando mediante golpes de destino, generalmente de forma dolorosa. Plutón rige las masas y la mente subconsciente, produciendo cambios arrolladores y drásticos. Tales influencias son vividas por el artista de manera angustiosa, y le obligan a reflexionar sobre la propia condición humana, a verter, a través de su arte, toda la bilis que lleva dentro. Le conducen, en definitiva, a una limpieza profunda, a poner de relieve los problemas y las miserias propias de su mundo interior y de la sociedad en la que vive. Por ello, en el siglo XX y principio del XXI, nos encontramos con un arte en que prima el testimonio, el griterío desesperado, lo caótico, lo oscuro y putrefacto, dejando de lado la belleza y la armonía, aspectos propiciados por las corrientes astrales provenientes de Venus.
En otros periodos históricos, el arte actuaba como un revelador de fuerzas espirituales que se encarnaban a través del mismo en la materia. En nuestros días, el arte también ha cumplido la misión de “revelar”, pero no fuerzas espirituales, sino los aspectos anímicos del ser humano y, lamentablemente, con demasiada frecuencia, los aspectos egóicos del artista.
No se percibe por ello en la actualidad una aspiración hacia los más altos ideales (como fue el caso del arte griego o del arte Renacentista); ni siquiera como expresión de las aspiraciones religiosas de la masa (la gran mayoría del arte actual cabría calificarlo como “materialista”), y menos aún como un medio de elevación espiritual (como pudo ser el caso del arte egipcio, del arte ejercido por la francmasonería de la Edad Media, o del arte zen). Sin embargo, las fuerzas acuarianas comienzan ya a hacerse valer, lo que, inevitablemente, traerá un nuevo arte cuyos fundamentos volverán a asentarse sobre aspectos universales, como la belleza y armonía. Ello no quiere decir una vuelta al pasado, sino una eclosión creativa que no solo tendrá en cuenta el cuerpo, sino, igualmente, aspectos como el alma y el espíritu.
La obra de arte deberá ser antes que nada “un espacio de conciencia”, la impronta en la materia densa, de un pensamiento elevado y una emoción pura, revestida de una forma bella, de manera que, a través de la forma, pueda experimentarse la Vida y el Alma.
El arte, por tanto, debería aspirar a ennoblecer a quienes lo contemplan y “despertar” a quienes todavía duermen. Se debe por ello evitar el arte “basura” que vierte en los demás los detritus psíquicos del artista.
No cabe, por ello, concebir el arte como simple elemento decorativo, sino más bien como una prolongación de la Vida. Bien es cierto que en la sociedad actual, con su culto a lo fugaz y pasajero, apenas se dedica el tiempo necesario para penetrar en los secretos que encierran las buenas obras de arte. Con ello se imposibilita que la magia del arte actúe sobre las conciencias y las eleve a estadios más elevados.
Es triste constatar que el alma de numerosos seres humanos, ya no “sueña”, no “esculpe mundos” y realidades elevadas a través de la imaginación.
El arte debería aspirar a lo Sagrado, sin confundir lo “Sagrado” con la religión, sin despreciar lo material y el cuerpo, pues el cuerpo, no solo es una herramienta útil y necesaria, sino que es la parte que podemos ver y tocar de nuestra divinidad interior. El verdadero arte es portador de una tremenda fuerza espiritual que no precisa de intermediarios. Es vitalidad, savia que se renueva constantemente.